Por: Ing. Jaime Fernando Rodríguez Rocha
La filosofía y la práctica solidaria de ayuda mutua inspiran, cada vez más, el surgimiento de ideas y modelos más humanos como el del cooperativismo y a prácticas más evolucionadas como los son la filantropía social y ambiental, la responsabilidad social empresarial, la conducta empresarial responsable, la creación de valor compartido y en general a modelos más incluyentes, más sociales y equitativos para más personas.
No se trata solo de dar o regalar a aquel que no tenga, se trata de entender que, si como fin “todos estamos mejor”, como consecuencia a “todos nos ira mejor”. Este concepto ha evolucionado en el tiempo a una mayor generalización de las políticas de seguridad social implementadas en la mayoría de los países, por logro de la sociedad o por conveniencia al modelo económico vigente ya sea una economía de mercado, social o solidaria, pero siempre influenciados por una injerencia política. Así mismo el sector productivo y la fuerza laboral han empezado a darse cuenta de que el hacerlo bien, de manera justa y solidaria genera buenos resultados y valor para todas las partes.
Es el momento de reforzar la llamada innovación social en las empresas, un concepto que podría definirse como: “El encontrar nuevas formas de satisfacer las necesidades sociales, que no están adecuadamente cubiertas por el mercado o el sector público… o en producir los cambios de comportamiento necesarios para resolver los grandes retos de la sociedad, capacitando y generando nuevas relaciones y modelos de colaboración con la ciudadanía”.
La economía solidaria o economía de la solidaridad es la búsqueda teórica y práctica de formas alternativas y/o complementarias de hacer economía, basadas en la solidaridad, el trabajo conjunto, la ayuda mutua y el beneficio común.
El principio fundamental de la economía de la solidaridad es la introducción de niveles crecientes y cualitativamente superiores de cooperación en las actividades de las organizaciones e instituciones económicas, tanto a nivel de las empresas y los mercados, como de las políticas públicas. Esto incrementa la eficiencia micro y macroeconómica, generando valor económico a las empresas y al estado y un conjunto de beneficios sociales y culturales que favorecen a toda la sociedad. No es solo cuestionarse qué hacer con las utilidades institucionales sino de preguntarse cómo se obtienen estas y así efectuar, de la mejor manera, una aportación de valor al bien común.
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